30 jul. 2010

el taxi del silencioso

Hoy me subí a un taxi conducido por un tipo muy parsimonioso al hablar. Dije "Buenos días", y no escuché bien, pero quizá me respondió con un murmullo. "Voy hasta el lugar X", proseguí, y asintió con la cabeza.

El taxímetro estaba apagado. Pregunté: "¿No tiene taxímetro?". Obligado a responder, dijo: "Es que no me funciona..." y ahí se quedó. "Entonces, ¿cómo hacemos? ¿Cuánto me cobra hasta allá?" - "50 pesos", respondió. - "Siempre pago 45" - El tipo emitió un "Brm", que tomé como señal de conformidad. Llegamos hasta mi destino sin una palabra más; pagué y me bajé.

Dentro del taxi había varios cartelitos escritos a mano, pegados en los vidrios y la visera del conductor. Dos de ellos decían: "FAVOR DE PAGAR CON CAMBIO". Otro decía: "FAVOR DE NO CORTARSE LAS UÑAS EN LA UNIDAD". Y el último, decía: "NO FUME EN LA UNIDAD. Y SI FUMA, NO SUELTE EL HUMO".

17 jul. 2010

Catalejos fijos que funcionan con monedas

En muchos sitios turísticos se encuentran esos catalejos fijos que, por una moneda, permiten contemplar fugazmente un panorama lejano. La mayoría tiene un aspecto antiguo, algo de atracción pasada de moda y también algo torpe y dormido. Su mecanismo es el de otros artefactos envejecidos, hechos para personas de otra época. Al usarlos uno imagina la condición inocente, provinciana, del paseante maravillado por el milagro sencillo de los lentes cóncavos. Los agotados habitantes de esta época, en cambio, estamos obligados a hacer un esfuerzo para entusiasmarnos con ese ingenio modesto.

La impresión de ser un objeto en desuso, fuera del tiempo, se fortalece porque la imagen que se puede ver siempre es algo difusa, velada y silenciosa. Los bordes blanquecinos, los colores tenues, le dan un carácter huidizo, similar al de esos otros juguetes que se ponían sobre los ojos, frente a la luz, y mostraban diapositivas turísticas europeas. Solo que en esas fotos el cielo solía ser muy azul, como retocado.

Difícilmente quien utilice una de estas atracciones se sienta cerca de lo que ve. A diferencia de los catalejos de los navegantes o de los binoculares, no constituyen instrumentos de exploración. Anclados al cemento, los artefactos enfatizan la distancia y la hacen definitiva. Lo que se mira se vuelve inalcanzable; siempre se está de este lado, nunca allí.

Ligado a esta condición inmóvil está el hecho de que los aparatos repiten una misma imagen, con mínimas variaciones. Los turistas detienen su caminar infatigable únicamente para contemplar algo que se parece más a una fotografía que a un paisaje vivo. La impresión se repite en miles de ojos sucesivos, casi idéntica. Inmóviles e inmutables, estos catalejos parecen negar el viaje y, por lo mismo, negar el tiempo.

Pero el tiempo, sin embargo, regresa. Al introducir la moneda y descubrirse el paisaje, comienza a correr un contador con un ruidito, que advierte lo efímero de la experiencia y obliga a recorrer de prisa la visión ya de por sí tenue. Dispositivo tecnológico y económico, al fin, del turismo de masas, este catalejo es poco propicio para la sorpresa o la emoción. Una observación así perseguida por el tiempo es la antítesis de la mirada trascendente, en la cual sujeto y paisaje se funden. Si con su inmovilidad el catalejo promete la suspensión del tiempo, la estricta contabilidad que lo rige incumple esa promesa.

En consecuencia, la nostalgia romántica que podrían inducir estos artefactos a partir de su distancia inmóvil es sustituida por otra forma de nostalgia. La prisa nos recuerda que somos espías fugaces, sombras. Los catalejos nos enfrentan a la imposibilidad de cumplir nuestro deseo de apropiación del lugar, que es también nuestro deseo de 'ser' en el lugar. Si el aparato está anclado en la repetición, el turista está condenado a seguir de largo cuando se consumen los dos euros.

Este carácter urgente de la experiencia convierte al catalejo, inesperadamente, en un lugar de misterio; un cofre que protege al menos una débil imagen, repetida pero única, de la curiosidad bulímica del turista. En este sentido, la imagen simultáneamente ofrecida y sustraída es más real que el río de personas que la asedian.

Condenado a la fugacidad, el turista nunca logra construir una identidad para apropiarse del lugar visitado. Los grandes destinos turísticos, avasallantes, permanecen en realidad inaccesibles al visitante quien, anónimo entre anónimos, es incapaz de dejar una huella. El catalejo sintetiza la experiencia del turismo de masas:  permite atisbar, brevemente, nuestra propia condición fantasmal en un mundo hecho de entradas de museo, sombreros, botellas de agua, cámaras de video y catedrales en restauración.

En Venecia se puede encontrar uno de estos aparatos sobre el Gran Canal, muy cerca de la plaza de San Marco, desde el que se pueden ver las construcciones de las islas de San Giorgio Maggiore y La Giudecca. En México hay varios en el mirador de la Torre Latinoamericana que permiten acercar grandes sectores de la ciudad y, si el día está despejado, las montañas.