Tengo muchos recuerdos de mis amigos de la infancia. Los más vividos son posiblemente, físicos. Uno es niño y es más que nada un cuerpo, un conjunto de percepciones e impresiones. Todo el tiempo está jugando con otros niños, transpirando, rozando otros cuerpos, ensuciándose. Pero mis recuerdos son algo más que sensaciones físicas; están asociados a impresiones más profundas, a pensamientos semi-conscientes, a procesos oscuros.
Podría hablar, por ejemplo, de la piel de mis amigos. Era consciente de que la mayoría de ellos eran ligeramente más oscuros que yo. Incluso un amigo que era rubio, tenía la piel más oscura. Una piel mate, no sé si aceitunada, mediterránea o mestiza, no mulata. Las cicatrices de mis amigos eran blancas, aureoladas por una fina zona de piel más oscura. Tenían más cicatrices que yo. Y también, no sé por qué, tenían un olor diferente. El olor a transpiración seca de algunos de mis amigos era un poco perturbador. Sobre todo cuando montábamos algunos de esos juegos de reglas espontáneas e imprecisas, que generalmente terminaban en algún tipo de batalla campal, en el piso, convertidos todos en parte de la misma masa uniforme, caliente, agitada.
Todo eso fortalecía una impresión casi inconsciente: la de que ellos eran un poco más pobres que yo. Contribuía a esto el hecho de que yo era de Montevideo y ellos no. Y ellos, como jugaban más que yo, siempre estaban un poco más sucios y tenían la ropa un poco más rota. Algunos eran decididamente más pobres que yo; vivían en casas oscuras, de entradas pequeñas y difíciles, con cortinas en lugar de puertas, y con rincones sombríos donde, sentado, fumaba un padre casi invisible y silencioso. Casas con fondos que eran casi un basural, con charcos de agua enjabonada, cachorros atados, con la panza hinchada, moscas, y ese olor tan particular de la basura de muchos días. Sin embargo, cuando uno es niño, ese tipo de cosas no importa demasiado. La pobreza de tus amigos no es de tus amigos; es de sus padres, o de sus casas.
Mis amigos se fueron haciendo pobres a medida que fueron creciendo.
Podría hablar, por ejemplo, de la piel de mis amigos. Era consciente de que la mayoría de ellos eran ligeramente más oscuros que yo. Incluso un amigo que era rubio, tenía la piel más oscura. Una piel mate, no sé si aceitunada, mediterránea o mestiza, no mulata. Las cicatrices de mis amigos eran blancas, aureoladas por una fina zona de piel más oscura. Tenían más cicatrices que yo. Y también, no sé por qué, tenían un olor diferente. El olor a transpiración seca de algunos de mis amigos era un poco perturbador. Sobre todo cuando montábamos algunos de esos juegos de reglas espontáneas e imprecisas, que generalmente terminaban en algún tipo de batalla campal, en el piso, convertidos todos en parte de la misma masa uniforme, caliente, agitada.
Todo eso fortalecía una impresión casi inconsciente: la de que ellos eran un poco más pobres que yo. Contribuía a esto el hecho de que yo era de Montevideo y ellos no. Y ellos, como jugaban más que yo, siempre estaban un poco más sucios y tenían la ropa un poco más rota. Algunos eran decididamente más pobres que yo; vivían en casas oscuras, de entradas pequeñas y difíciles, con cortinas en lugar de puertas, y con rincones sombríos donde, sentado, fumaba un padre casi invisible y silencioso. Casas con fondos que eran casi un basural, con charcos de agua enjabonada, cachorros atados, con la panza hinchada, moscas, y ese olor tan particular de la basura de muchos días. Sin embargo, cuando uno es niño, ese tipo de cosas no importa demasiado. La pobreza de tus amigos no es de tus amigos; es de sus padres, o de sus casas.
Mis amigos se fueron haciendo pobres a medida que fueron creciendo.