
Voy caminando con mi sobrina Julia por la playa. Tengo su pequeña mano en la mía. No es un día frío, pero el viento sopla con fuerza. El viento nunca se va de esta playa. Caminamos y le muestro cosas: caracoles, berberechos, las gaviotas que vuelan contra el viento y parece que flotan. Me divierten mucho sus comentarios.
De pronto vemos un lobo de mar muerto. Una enorme masa amorfa, hinchada, a dos metros de nosotros. Julia hace un silencio repentino. No sé cómo no lo vimos antes. El cuerpo podrido ha perdido todo el pelo, excepto por unos parches ralos. El resto es carne amoratada, quemada, chorreante. Ha reventado desde dentro y vemos millones de gusanos amarillentos que se retuercen como un tapiz vivo. También se puede escuchar, sin demasiado esfuerzo, el ruido que hacen al moverse y masticar.
Julia se queda mirando fijamente. Yo continúo caminando sin decir una palabra, paso por un lado del cuerpo, y siento cómo la mano de Julia tira un poco para seguir mirando. No hay espanto; sólo curiosidad, tal vez asombro. Pero ni siquiera esto dura mucho; el tirón de su mano desaparece, vuelve a caminar junto a mí y empieza a hablar de otras cosas.
Por la noche, el viento sigue en la playa y esparce el olor del cuerpo podrido del lobo. Nosotros ya no estamos en la playa. Pero los gusanos no duermen. Se multiplican a una velocidad horrible. Se retuercen y devoran la carne blanda y húmeda, pero son demasiados y se desbordan como un líquido. Son demasiados para el lobo; demasiados para todos los lobos del mundo. Demasiados para todas las gaviotas de todas las playas.