Desde la "caída del comunismo" (nombre con el que se denomina el abrupto fin de la mayoría de los regímenes del "socialismo real", y que ignora que en casi todos los países todavía existen partidos comunistas - si bien sus militantes son casi en su totalidad septuagenarios - y que, como en el mío, aún tienen ministerios - si bien su funcionamiento es más que dudoso) se ha puesto de moda entre los propios izquierdistas criticar a la ex URSS, no tanto por su fracaso como modelo económico - con lo que no se distinguiría del capitalismo - sino por su ausencia de respeto a los derchos humanos - con lo que no se distingue del capitalismo, sino de la democracia asociada a los casos más felices de este sistema económico. Estas críticas, por supuesto, todavía no alcanzan a Cuba, porque tampoco hay que exagerar la lucidez a costa de la fe.
Pero bueno, vayamos al tema. Una de las primeras víctimas de este
mea culpa ha sido José Stalin, Joseph Stalin, o Yusef Stalin, como le quieran llamar. Un conteo rápido de las muertes atribuidas a este señor lo ponen como "el mayor asesino de la historia" (así dicen en Hollywood y en Los Simspon, por ejemplo), muy por encima de Hitler y de Genghis Khan, aunque no del simple paso del tiempo. Se habla de 45.000.000 de muertos, cifra que impresiona en cualquier ranking.
Sin embargo creo que Stalin carga con muertos que no se le pueden atribuir directamente. Habría que rever estas cifras y endilgarle únicamente las muertes producto de la persecución política, que ya son bastantes. Pero la mayor parte de estos 45 millones, según tengo entendido, son muertos producto de las hambrunas provocada por los errores de planificación en los planes quinquenales, o por los desplazamientos forzados de millones de campesinos para trabajar en los koljós. Estos no son muertos políticos, sino que podríamos llamarlos muertos sistémicos, es decir, víctimas de la planificación de un sistema económico o, mejor dicho, de los errores de planificación.
Nuestro mundo no es diferente a la URSS de Stalin en este sentido. Para hacerla fácil: todos los años mueren unos dos millones de niños de hambre, o de enfermedades infecciosas que se pueden prevenir con agua limpia y suero. Eso hace unos 60.000.000 de niños solamente, en los últimos 30 años. Claro que no mueren en los países del capitalismo central, sino en países donde son todos negros, y para peor musulmanes o idólatras animistas.
No quiero hacer de esta columna una diatriba contra el capitalismo porque saldría perdiendo, dado que el verdadero capitalismo (el europeo y el de los EEUU) le ha dado a una cantidad nunca vista de gente unos niveles de bienestar nunca antes vistos. Y tampoco creo que se pueda hacer de la miseria del tercer mundo un producto inevitable y necesario del capitalismo imperialista (ignorando la barbarie y la ignorancia que caracterizan a nuestros países pobres o pobrecitos sin necesidad de intervención extranjera).
No se trata de achacarle al capitalismo la pobreza del resto de los países, pero sí hay que hacer notar que existe una obligación moral para con esos niños, que no son culpables de los tribalismos regionales, los reyezuelos con saco de leopardo, o los presidentes que pagan en fecha. Sobre todo cuando se miran cosas como el gasto anual en armamento de ciertos países. O cuando se considera el gasto en cosméticos y productos de belleza. El trabajo no se crea por decreto, pero la construcción de la infraestructura necesaria para evitar esas muertes es algo bastante más fácil y sobre todo, más barato que la guerra o que la belleza del capitalismo.
Claro que, me dirán, es difícil que los gobiernos del capitalismo central toquen los intereses de las empresas de armamento que tan bien les financian las campañas, o que toquen los intereses de la clase media cuando las elecciones son tan reñidas. Ni siquiera a los mejores izquierdistas de buena conciencia les gustaría perder la capacidad de comprarse 20 cds por año, 20 libros, 50 entradas al cine, un viajecito a la playa. Es la naturaleza de la democracia liberal. Pero ése es justamente el punto.
La hambruna campesina del stalinismo es atribuible a decisiones erróneas e interesadas, y la masacre anual que está en marcha entre los negritos es exactamente igual. La cadena causal puede ser un poco más compleja, y no hay una única figura a quien atribuir la cuestión. Pero esa atribución al monstruo de Stalin es una ficción cómoda, porque la hambruna es un efecto sistémico inevitable cuando se pone en marcha un plan de industrialización y colectivización aceleradas. En el capitalismo los efectos sistémicos son un poco más complejos, pero tampoco tanto para que todos quedemos libres de responsabilidad. En nuestro país, en nuestro barrio, los muertos no son tantos como en los años del stalinismo. Capaz que son dos o tres. Pero los millones de muertos se hacen de a uno.
En el dibujo que encabeza esta columna no queda claro si el niño está colgando o descolgando la foto de Stalin. Yo creo que podríamos descolgar la foto de Stalin de una vez y dejarnos de joder. Ya sabemos que a cualquiera que venga a hablarnos de comunismo lo vamos a sacar no a patadas, pero sí con palmaditas. Eso está claro. Pero si alguien nos habla de las virtudes del capitalismo y cita al reciente difunto Friedman, también podríamos hablarle a nuestra vez del "capitalismo real", del capitalismo monopólico apoyado en la fuerza de los estados, de la semiesclavitud que es la base del modelo chino, y de las trampas morales que tiene no solamente este sistema económico, sino su mejor hijo político, la democracia. No se si hay que colgar otro retrato en la pared de la isba porque ya no hay héroes o villanos individuales. Tal vez habría que colgar en su lugar espejos, o espejitos.